Hoy recordamos el día en que hace cinco años la tierra nos sacudió. No fue el polvo que levantó el roce de los edificios, tampoco el colapso de las inmensas estructuras en viaducto, o la todavía muy dolorosa tragedia del Rébsamen, no me voy a centrar tampoco en lo que sucedió en Morelos, ni en Guerrero. Quiero concentrarme en lo que sucedió después, en lo que vi una vez que la tierra dejó de moverse, y ese sutil estado que nos duró un par de semanas más.
Los vehículos detenidos, la gente que se había bajado del Metrobús caminando en contrasentido. Los comercios cerrados. Me encontré un grupo de jóvenes a punto de romper el vidrio de una farmacia cerrada. Un policía y varias personas miraban, opinaban, eso no estaba bien. Pero los jóvenes no pretendían robar la farmacia, buscaban sacar vendas, suero, medicamentos para atender a quienes salían de los escombros. En la calle con un carro de super un joven se movía de un lado a otro con garrafones. En los parques se improvisaban centros de acopio que reunían todo, latas, agua, alimento, pañales, medicamentos. Todos estaba en las calles. Llegué a Viaducto, donde un edificio de departamentos se había desplomado. Ya estaba ahí el ejército ayudando, pero era mucha más la gente. Los vecinos. Una fila que doblaba la esquina hacía las veces de cadena en la que circulaban cubetas con escombros. Una vecina sacó una mesa y ofrecía café. Otro colgó la contraseña de su wifi en la ventana para que cualquiera pudiera usarlo. Al terminar la larga fila se habían improvisado unos puestos con comida que no dejaba de llegar. Cada quien puso su talento, sus conocimientos, lo que tenía al servicio de los demás. Si las calles se inundaron de solidaridad también lo hicieron las redes sociales. La tecnología al servicio de todos, para encontrar herramientas, para trasladar personas, para ubicar seres queridos, para solicitar ayuda, para donar, para estar.
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Ese día, dejamos de pelear. A todos en mayor o menor escala se nos había caído algo, la falsa noción de tener la vida asegurada.
Habían pasado unos días del temblor y las calles seguían vacías, colonias en las que se alcanzaban a ver los rostros de una migración forzada, los edificios todavía de pie, pero inservibles. Quienes regresaban jugándose la vida para lograr sacar algunos de sus bienes… y con maleta en mano abandonaban un sueño. En esas mismas calles que normalmente caminaría con miedo a ser asaltada, se respiraba un aire distinto, una mezcla de tristeza y desconcierto. En esa calle casi vacía circulaba una camioneta con despensas y botellas de agua en la caja del automóvil. Una de las personas que recogía lo que había podido salvar de su departamento la detuvo, le pidió agua, se la dieron sin preguntar. Eso era, se daba sin preguntar.
Maldito el temblor y nuestro espíritu que quizá por ser tan corto, nos acordamos siempre de lo que nos quitó, pero casi todos hemos olvidado lo que nos enseñó.