Hay algo que me tiene conmovida desde hace unos días y no puedo quitarle el corazón de encima. Es un sentimiento encontrado, por un lado, con tristeza y melancolía y por otro con orgullo, muchísimo orgullo. Los sismos en Turquía y Siria nos recuerdan una herida abierta, y lo está así por quienes ahí perdimos, por los procesos de justicia todavía pendientes, por quienes no han recuperado su hogar. Nos recuerdan el puño en alto, la inmediata coordinación para guardar silencio cuando había esperanza de encontrar a alguien con vida, y la ciudad pasmada, paralizada, vacía, movida solo por quienes desplazaban ayudas o arrastraban sus maletas.
La ayuda que México ha brindado me llena de orgullo. En los últimos años en los que nos hemos vuelto expertos en enlistar lo que está mal, es importante también reconocer lo que se hace bien, y la ayuda enviada a Turquía es una de esas cosas.
Somos buenos, las tragedias nos han convertido en los mejores. Sabemos que cuando militares, Topos y rescatistas de la Cruz Roja Mexicana se desplazan para brindar ayuda ante un sismo, están yendo personas bien preparadas, que saben hacer un excelente trabajo, poner la esperanza de encontrar a personas con vida en cada uno de sus movimientos es poner las esperanzas en el lugar correcto.
Los rescatistas llegan a dormir en los albergues, a compartir el pan y el cobijo con quienes se quedaron sin hogar, a montar campamentos cerca de las zonas de desastre, a estar desconectados para poderse conectar con la posibilidad de la vida. Armados con sus cascos, uniformes, perros y herramientas. Verlos llegar a Turquía se ha sentido tan bonito como cuando nosotros recibimos a rescatistas extranjeros.
Conmueve por el recuerdo, conmueve porque nos recuerda la fragilidad humana y conmueve porque en estos momentos necesitamos aferrarnos a algo que sabemos sí hacemos muy bien, y nos sentimos orgullosos de ello. Gracias a las y los rescatistas por hacernos recordarlo.
